FÉNIX
Ya me tocó arder:
fue inevitable.
Ya me tocó saborear
la amargura de mis propias cenizas:
fue necesario.
Ahora me toca renacer.
Ya fue suficiente.
ANTES DE LA CRUZ
Hoy se cumplieron mis cuarenta días
en el desierto.
Ya batallé contra todos mis demonios:
creo que los vencí.
¿Será que ahora comienza el tiempo
de los milagros?
A BUEN ENTENDEDOR
Busco metáforas en mi casa.
Encuentro un estante lleno
de cuadernos vacíos.
CUESTIÓN DE PRONOMBRES
Como un terrón de azúcar
absorbe el café
antes de empezar a disolverse
así quiero que mi vida mezcle
lo dulce y lo amargo
así quiero absorber(me)
y disolver(me)
y saborear(me)
cambiando de pronombre
de vez en cuando
y según la ocasión.
Excusas de escritora
Lo que no cabe en mis cuadernos
"Mis deseos son órdenes para mí." (Oscar Wilde)
lunes, 25 de agosto de 2014
sábado, 2 de agosto de 2014
Así empieza
Ya tomaron café, ya conversaron sobre temas intrascendentes, ya comprobaron que comparten algunos gustos y que en otras preferencias no podrían ser más opuestos.
Ella ya se descalzó un pie, en un gesto de familiaridad que a él no le pasó inadvertido. Él ya se ofreció a preparar más café, y encontró sin esfuerzo las cucharitas antes de que ella llegara a indicarle dónde estaban.
Hasta prendieron la tele y se rieron un rato con un episodio de una serie que les gusta. Los dos ya lo habían visto, pero no les importó.
Con cuidado esquivaron durante un rato algunos temas difíciles, pero después descubrieron que no hacía falta y se zambulleron de cabeza en amores frustrados, proyectos que querían emprender pero aún no sabían cómo, el infaltable conflicto familiar que cada uno cargaba en sus espaldas. Ahora hay silencios que no se molestan en llenar; están cómodos, el café está bueno, no hace falta más. La amistad es un puerto seguro, fácil, sereno.
Pero empieza a llover.
El viento golpea contra la ventana y silba por las rendijas. En el balcón, el agua martilla un toldo inútil y el sonido se vuelve ensordecedor. Los truenos aportan lo suyo, como un buen golpe de percusión en la orquesta.
Ella se estremece un poco y se abraza a un almohadón del sofá, como buscando abrigo. Es verdad que ahora hace un poco más de frío y está un poco más oscuro.
De pronto, la amistad ya no parece un puerto seguro, fácil ni sereno.
La mirada de ella es la primera en darse por vencida, pero es la voz de él la que pronuncia la obvia contraseña.
-Llueve.
En voz baja, casi inaudible, ella corrobora:
-Sí.
En voz igualmente baja, él continúa:
-Por acá no pasan muchos colectivos, ¿no?
-No.
Los dos se levantan del sofá y van hacia la ventana, como queriendo verificar que la lluvia es real y no solamente una excusa perfecta.
-Cada vez llueve más -confirma ella, y da un paso hacia él.
-Sí -dice él, y da otro paso.
-Esta cuadra se inunda a veces -informa ella, y avanza más.
-Mirá vos -comenta él, y con un paso más largo borra la distancia y los dos abandonan el puerto y se lanzan a la deriva de la tormenta.
Ahora navegan sin certeza ni brújula, en un barco de sábanas blancas que se mece en la lluvia, riéndose de la serenidad de un rato antes y mirando, por primera vez, hacia el mismo horizonte.
Ella ya se descalzó un pie, en un gesto de familiaridad que a él no le pasó inadvertido. Él ya se ofreció a preparar más café, y encontró sin esfuerzo las cucharitas antes de que ella llegara a indicarle dónde estaban.
Hasta prendieron la tele y se rieron un rato con un episodio de una serie que les gusta. Los dos ya lo habían visto, pero no les importó.
Con cuidado esquivaron durante un rato algunos temas difíciles, pero después descubrieron que no hacía falta y se zambulleron de cabeza en amores frustrados, proyectos que querían emprender pero aún no sabían cómo, el infaltable conflicto familiar que cada uno cargaba en sus espaldas. Ahora hay silencios que no se molestan en llenar; están cómodos, el café está bueno, no hace falta más. La amistad es un puerto seguro, fácil, sereno.
Pero empieza a llover.
El viento golpea contra la ventana y silba por las rendijas. En el balcón, el agua martilla un toldo inútil y el sonido se vuelve ensordecedor. Los truenos aportan lo suyo, como un buen golpe de percusión en la orquesta.
Ella se estremece un poco y se abraza a un almohadón del sofá, como buscando abrigo. Es verdad que ahora hace un poco más de frío y está un poco más oscuro.
De pronto, la amistad ya no parece un puerto seguro, fácil ni sereno.
La mirada de ella es la primera en darse por vencida, pero es la voz de él la que pronuncia la obvia contraseña.
-Llueve.
En voz baja, casi inaudible, ella corrobora:
-Sí.
En voz igualmente baja, él continúa:
-Por acá no pasan muchos colectivos, ¿no?
-No.
Los dos se levantan del sofá y van hacia la ventana, como queriendo verificar que la lluvia es real y no solamente una excusa perfecta.
-Cada vez llueve más -confirma ella, y da un paso hacia él.
-Sí -dice él, y da otro paso.
-Esta cuadra se inunda a veces -informa ella, y avanza más.
-Mirá vos -comenta él, y con un paso más largo borra la distancia y los dos abandonan el puerto y se lanzan a la deriva de la tormenta.
Ahora navegan sin certeza ni brújula, en un barco de sábanas blancas que se mece en la lluvia, riéndose de la serenidad de un rato antes y mirando, por primera vez, hacia el mismo horizonte.
domingo, 1 de mayo de 2011
Estás conmigo
No es la primera vez que me sucede: puedo estar pensando en cualquier otra cosa, o en nada, y de pronto te aparecés en mi mente en forma de algún recuerdo, o de alguna situación de mi presente sin vos. Como una interferencia en la tele, como un anuncio por cadena nacional en la radio. Ahí estás. Interrumpo mi programación para sentirte.
Enseguida viene el temblor. Leve, no es algo espasmódico. Es más bien como un estremecimiento. Un chucho de frío, dirías vos. Y las lágrimas empiezan a picar. ¿Por qué lloro, si me alegra que me visites?
Me descubro con la vista fija en un punto en el que objetivamente no hay nada para mirar. Me gusta pensar que de algún modo sé que estás ahí, en la silla de al lado en este bar, o junto a la ventana en mi oficina, o parada en la puerta de mi dormitorio.
Me esfuerzo por ver algo, una mínima coloración en el aire, una levísima opacidad. Pero no hay caso. Quizá sea mejor así.
Me basta con sentir la textura de las arrugas de tus manos sobre las mías, el calor de tu abrazo de saquito y pañoleta, tu voz susurrándome “pichona” al oído.
Qué suerte que estás acá, abuela, qué suerte que no me dejaste sola. Qué suerte. Gracias.
Enseguida viene el temblor. Leve, no es algo espasmódico. Es más bien como un estremecimiento. Un chucho de frío, dirías vos. Y las lágrimas empiezan a picar. ¿Por qué lloro, si me alegra que me visites?
Me descubro con la vista fija en un punto en el que objetivamente no hay nada para mirar. Me gusta pensar que de algún modo sé que estás ahí, en la silla de al lado en este bar, o junto a la ventana en mi oficina, o parada en la puerta de mi dormitorio.
Me esfuerzo por ver algo, una mínima coloración en el aire, una levísima opacidad. Pero no hay caso. Quizá sea mejor así.
Me basta con sentir la textura de las arrugas de tus manos sobre las mías, el calor de tu abrazo de saquito y pañoleta, tu voz susurrándome “pichona” al oído.
Qué suerte que estás acá, abuela, qué suerte que no me dejaste sola. Qué suerte. Gracias.
Un día sin Dios
Este es un cuento escrito durante las Pascuas. La consigna fue "Un día sin Dios"
Hoy desperté transpirada, con jaqueca y atea.
Busqué en mi mesita de luz la Biblia y traté de leer algunos versículos. Me reí como si me hubiesen contado un chiste, de esos que no volví a escuchar desde que decidí internarme en el convento.
Me arrodillé para mis plegarias matutinas y me sentí ridícula, hablando sola y sin entender ni una palabra. Padre nuestro… ¿Nuestro? ¿De quiénes? ¿Padre? Yo soy huérfana, me dije.
El hábito colgaba en una silla. Quise ponérmelo y no supe cómo. Me enredé en él y casi me caigo. Eso también me dio risa.
En ese momento sonaron las campanas que llamaban a la misa. Sabía que debía vestirme y reunirme con las hermanas. ¿Qué hermanas?, pensé. Esas no son mis hermanas. Y me acordé de Clara y de Paulina, tan lejos, tan fuera del mundo en el que hasta ahora yo vivía.
Un mundo que se había esfumado durante la noche y me había dejado completamente desnuda. Pura piel y vísceras, pura vista, oído, olfato, gusto, tacto. Puro instinto.
No me había quedado ni siquiera el pudor. Ni siquiera el miedo.
Algo andaba mal. Me sentía demasiado bien.
De modo que esto es ser atea, me dije. Así se siente no creer en Dios.
¿Qué había pasado mientras dormía? ¿Qué castigo divino, qué extraño aprendizaje me había despojado de todo lo que moldeaba mi personalidad y me había convertido en otra cosa? Ni siquiera me atrevía a afirmar que aún era una persona.
Otras monjas sufrieron crisis de fe antes que yo. Imploraron perdón, se flagelaron. Todas juntas rezamos para ayudarlas a reencontrarse con Dios, y cantamos con alborozo cuando ellas volvieron al camino del Señor.
Pero ahora, de solo imaginar a las hermanas rezando por mí me daba vergüenza ajena.
–Se acabó. No hay Dios –dije en voz alta. Y salí de mi celda, desnuda. Recorrí el pasillo sin mirar a nadie, mientras a mi alrededor las hermanas, como una bandada de cuervos, se apartaban santiguándose.
Salí al patio. El sol apenas asomaba, y ya hacía calor.
Caminé por el sendero de pedregullo y por un rato no pensé en nada. La sensación fue extraña: estaba demasiado acostumbrada a pensar. En mis pecados, principalmente. En los misterios del Rosario. En fin, en todo lo que una buena monja debe pensar. Hasta pensaba en maneras de ahuyentar a los pensamientos impuros. O sea, pensaba hasta en no pensar.
Ahora, en cambio, mi mente era un páramo. Y por el momento, no tenía ni el menor deseo de llenarla con nada.
Seguí caminando. Crucé los muros del convento y salí al campo.
Me sorprendía no sentir angustia ni miedo. Solo una profunda curiosidad. Era como ser parte de un experimento científico: a ver qué le pasa a la monja más piadosa si una mañana se despierta sin Dios.
Me acosté sobre la hierba. Era tan alta que me cubrió por completo. Dejé que el sol entibiara mi piel. Ya había olvidado que tenía lunares simétricos a ambos lados del ombligo, y una cicatriz en el muslo izquierdo. Volví a acordarme de mi pelo, lo alboroté con mis dedos. Era suave.
¿No creer en Dios era este puro sentir?
¿No creer en Dios era estar desnuda en medio del campo?
¿No creer en Dios era reírme a carcajadas de mis propias preguntas?
Me aburrí de no pensar, y entonces pensé. Hice una lista de todo aquello en lo que había dejado de creer durante la noche: en las plegarias, en los versículos, en la seguridad que me brindaba mi hábito, en las otras monjas, en el pecado, en el miedo.
Me quedé dormida.
Desperté transpirada, con jaqueca y con Dios a flor de piel.
Miré al cielo y acepté su bienvenida.
Caminé liviana hacia su abrazo.
Hoy desperté transpirada, con jaqueca y atea.
Busqué en mi mesita de luz la Biblia y traté de leer algunos versículos. Me reí como si me hubiesen contado un chiste, de esos que no volví a escuchar desde que decidí internarme en el convento.
Me arrodillé para mis plegarias matutinas y me sentí ridícula, hablando sola y sin entender ni una palabra. Padre nuestro… ¿Nuestro? ¿De quiénes? ¿Padre? Yo soy huérfana, me dije.
El hábito colgaba en una silla. Quise ponérmelo y no supe cómo. Me enredé en él y casi me caigo. Eso también me dio risa.
En ese momento sonaron las campanas que llamaban a la misa. Sabía que debía vestirme y reunirme con las hermanas. ¿Qué hermanas?, pensé. Esas no son mis hermanas. Y me acordé de Clara y de Paulina, tan lejos, tan fuera del mundo en el que hasta ahora yo vivía.
Un mundo que se había esfumado durante la noche y me había dejado completamente desnuda. Pura piel y vísceras, pura vista, oído, olfato, gusto, tacto. Puro instinto.
No me había quedado ni siquiera el pudor. Ni siquiera el miedo.
Algo andaba mal. Me sentía demasiado bien.
De modo que esto es ser atea, me dije. Así se siente no creer en Dios.
¿Qué había pasado mientras dormía? ¿Qué castigo divino, qué extraño aprendizaje me había despojado de todo lo que moldeaba mi personalidad y me había convertido en otra cosa? Ni siquiera me atrevía a afirmar que aún era una persona.
Otras monjas sufrieron crisis de fe antes que yo. Imploraron perdón, se flagelaron. Todas juntas rezamos para ayudarlas a reencontrarse con Dios, y cantamos con alborozo cuando ellas volvieron al camino del Señor.
Pero ahora, de solo imaginar a las hermanas rezando por mí me daba vergüenza ajena.
–Se acabó. No hay Dios –dije en voz alta. Y salí de mi celda, desnuda. Recorrí el pasillo sin mirar a nadie, mientras a mi alrededor las hermanas, como una bandada de cuervos, se apartaban santiguándose.
Salí al patio. El sol apenas asomaba, y ya hacía calor.
Caminé por el sendero de pedregullo y por un rato no pensé en nada. La sensación fue extraña: estaba demasiado acostumbrada a pensar. En mis pecados, principalmente. En los misterios del Rosario. En fin, en todo lo que una buena monja debe pensar. Hasta pensaba en maneras de ahuyentar a los pensamientos impuros. O sea, pensaba hasta en no pensar.
Ahora, en cambio, mi mente era un páramo. Y por el momento, no tenía ni el menor deseo de llenarla con nada.
Seguí caminando. Crucé los muros del convento y salí al campo.
Me sorprendía no sentir angustia ni miedo. Solo una profunda curiosidad. Era como ser parte de un experimento científico: a ver qué le pasa a la monja más piadosa si una mañana se despierta sin Dios.
Me acosté sobre la hierba. Era tan alta que me cubrió por completo. Dejé que el sol entibiara mi piel. Ya había olvidado que tenía lunares simétricos a ambos lados del ombligo, y una cicatriz en el muslo izquierdo. Volví a acordarme de mi pelo, lo alboroté con mis dedos. Era suave.
¿No creer en Dios era este puro sentir?
¿No creer en Dios era estar desnuda en medio del campo?
¿No creer en Dios era reírme a carcajadas de mis propias preguntas?
Me aburrí de no pensar, y entonces pensé. Hice una lista de todo aquello en lo que había dejado de creer durante la noche: en las plegarias, en los versículos, en la seguridad que me brindaba mi hábito, en las otras monjas, en el pecado, en el miedo.
Me quedé dormida.
Desperté transpirada, con jaqueca y con Dios a flor de piel.
Miré al cielo y acepté su bienvenida.
Caminé liviana hacia su abrazo.
lunes, 24 de enero de 2011
La mancha de humedad
–Habría que pintar el cielorraso –comentó él, apenas se apartó de ella para recostarse en su lado de la cama.
–Yo también te quiero –respondió ella, irónica, clavando sus ojos en la mancha de humedad, que esa noche tenía forma de murciélago.
–¿Y ahora qué dije?
–Nada. Justamente.
–No me vas a decir que a esta altura del partido todavía querés que te diga que estuvo genial.
–Para nada. No hace falta que mientas; no se puede pretender genialidad en diez minutos –dijo ella, y se puso de costado, dándole la espalda.
Hacía tiempo que se había acostumbrado a dormir en el borde de la cama, para poner la mayor distancia posible entre los dos. El centro del colchón siempre estaba frío, y por la mañana las sábanas ni siquiera estaban arrugadas.
Miró las agujas luminosas del despertador. El segundero apenas había dado un par de vueltas cuando escuchó los primeros ronquidos. Entonces, volvió a ponerse boca arriba y sonrió al ver la mancha de humedad.
Ya no tenía forma de murciélago. Era una gaviota. Y después fue la cara de alguien que creía recordar sólo por sus caricias. Y los contornos desdibujados de la adolescente que había sido. Y los brazos abiertos de su abuela. Y las páginas de un libro, llamándola.
Ni loca la taparía con pintura. Era la única manera que tenía de escapar de la realidad de esa cama, que ya era un barco naufragando en la tormenta.
Los días pasaron en puntas de pie, y sin que ella se diera cuenta llegó el año nuevo. Hacía casi dos meses que él no la tocaba. Y mientras tanto, la mancha de humedad había invadido la mitad del cielorraso. Él seguía insistiendo en que había que pintar. Ella le decía que, si quería hacerlo, que le pagara con su sueldo a un pintor, o que lo hiciera él mismo. Y entonces se terminaba la discusión, porque él ganaba la mitad que ella y no estaba dispuesto a gastarse su sueldo en eso. Y menos que menos, a pintar.
Así que todas las noches ella se dejaba seducir, dibujar, acunar, no por las manos de él, sino por los contornos de color café con leche que trazaban mapas en el techo. Hasta que una vez, por fin, se quedó sola. Con toda la cama para ella. Todavía no se atrevía a ocuparla entera; seguía acurrucada en el borde. Apenas deslizaba una pierna, de vez en cuando. Él se había mudado esa mañana, y lo único que ella lamentaba eran las marcas que habían dejado en las paredes los muebles que él se había llevado.
Miró la mancha de humedad y dijo: “Al fin solas”. Vio su propia cara, sonriente y llena de historias por contar. Le guiñó un ojo y, antes de dormirse, buscó un cuaderno en su mesita de luz y empezó a escribir el cuento que las formas del cielorraso le dictaron, cambiando una y otra vez y llenando la habitación de pájaros, aventuras y promesas.
–Yo también te quiero –respondió ella, irónica, clavando sus ojos en la mancha de humedad, que esa noche tenía forma de murciélago.
–¿Y ahora qué dije?
–Nada. Justamente.
–No me vas a decir que a esta altura del partido todavía querés que te diga que estuvo genial.
–Para nada. No hace falta que mientas; no se puede pretender genialidad en diez minutos –dijo ella, y se puso de costado, dándole la espalda.
Hacía tiempo que se había acostumbrado a dormir en el borde de la cama, para poner la mayor distancia posible entre los dos. El centro del colchón siempre estaba frío, y por la mañana las sábanas ni siquiera estaban arrugadas.
Miró las agujas luminosas del despertador. El segundero apenas había dado un par de vueltas cuando escuchó los primeros ronquidos. Entonces, volvió a ponerse boca arriba y sonrió al ver la mancha de humedad.
Ya no tenía forma de murciélago. Era una gaviota. Y después fue la cara de alguien que creía recordar sólo por sus caricias. Y los contornos desdibujados de la adolescente que había sido. Y los brazos abiertos de su abuela. Y las páginas de un libro, llamándola.
Ni loca la taparía con pintura. Era la única manera que tenía de escapar de la realidad de esa cama, que ya era un barco naufragando en la tormenta.
Los días pasaron en puntas de pie, y sin que ella se diera cuenta llegó el año nuevo. Hacía casi dos meses que él no la tocaba. Y mientras tanto, la mancha de humedad había invadido la mitad del cielorraso. Él seguía insistiendo en que había que pintar. Ella le decía que, si quería hacerlo, que le pagara con su sueldo a un pintor, o que lo hiciera él mismo. Y entonces se terminaba la discusión, porque él ganaba la mitad que ella y no estaba dispuesto a gastarse su sueldo en eso. Y menos que menos, a pintar.
Así que todas las noches ella se dejaba seducir, dibujar, acunar, no por las manos de él, sino por los contornos de color café con leche que trazaban mapas en el techo. Hasta que una vez, por fin, se quedó sola. Con toda la cama para ella. Todavía no se atrevía a ocuparla entera; seguía acurrucada en el borde. Apenas deslizaba una pierna, de vez en cuando. Él se había mudado esa mañana, y lo único que ella lamentaba eran las marcas que habían dejado en las paredes los muebles que él se había llevado.
Miró la mancha de humedad y dijo: “Al fin solas”. Vio su propia cara, sonriente y llena de historias por contar. Le guiñó un ojo y, antes de dormirse, buscó un cuaderno en su mesita de luz y empezó a escribir el cuento que las formas del cielorraso le dictaron, cambiando una y otra vez y llenando la habitación de pájaros, aventuras y promesas.
miércoles, 19 de enero de 2011
Lista de deseos
A ver si con el nuevo año, el blog se llena un poco más. Está medio desinflado últimamente. Lo cual no significa que no esté escribiendo, eh, pero nada de lo que escribí es materia de blog, sino de novela (¡epaaaaaa!).
El 2011, como todo año que empieza, también es un cuaderno en blanco, y como recordarán quienes vienen leyéndome, los cuadernos nuevos son una de mis pasiones. Así que, entonces, vamos a ponerle pasión a este cuaderno (digo, a este año) nuevo.
Aquí va una lista que escribí a fin de año. Es lo que deseo que todos hagamos, tengamos y vivamos en el 2011.
- Caminar por veredas soleadas y jugar a hacer sombras.
- No irnos a dormir sin haber dicho "te quiero" (o "te amo", como más les guste) a alguien.
- Hacer sonreír por lo menos a una persona por día.
- Escribir al menos una página por día, y quedarnos contentos con lo que escribimos.
- Remontar un barrilete.
- Patinar (o, al menos, aprender a hacerlo).
- Volver a algún lugar que signifique mucho para nosotros y revivir ese recuerdo, si es en compañía, mejor.
- Ver por lo menos una peli que nos haga reír a carcajadas y por lo menos una que nos haga llorar a moco tendido.
- Leer un libro que nos cambie la vida.
- Descubrir algo que no sabíamos acerca de nosotros mismos.
- Aprender algo que pensábamos que nunca aprenderíamos.
- Cocinar para alguien que amamos.
- Jugar a algo que jugábamos cuando éramos chicos
- Que no nos falte el chocolate
- Dejar de intentar conformarnos con lo que no nos conforma.
- Hacer las paces con alguien (puede ser con uno mismo).
- Reencontrarnos con algún familiar o amigo que extrañamos y a quien no vemos hace mucho.
- No pasar un solo día sin música.
- No pasar un solo día sin leer.
- Abrazar y/o besar al menos a una persona por día.
- Enamorarnos (sí, por supuesto que vale enamorarse otra vez de la misma persona de quien ya se enamoraron antes).
- Agradecer.
- Recordar con amor y sin dolor a los que ya no están con nosotros.
- Oler jazmines.
- Bailar alocadamente y matarnos de la risa, aunque no sepamos bailar.
- Cantar en la ducha.
- Sentirnos orgullosos de nuestros logros.
- Decirle a alguien que admiramos cuánto lo/la admiramos.
- Hacer un regalo especial.
- Recibir un regalo especial.
- Comer ñoquis con amigos todas las lunas llenas.
- Compartir juntos otro año tan maravilloso como este que se terminó.
¿Alguien quiere agregar más deseos a la lista? ¡Salud!
El 2011, como todo año que empieza, también es un cuaderno en blanco, y como recordarán quienes vienen leyéndome, los cuadernos nuevos son una de mis pasiones. Así que, entonces, vamos a ponerle pasión a este cuaderno (digo, a este año) nuevo.
Aquí va una lista que escribí a fin de año. Es lo que deseo que todos hagamos, tengamos y vivamos en el 2011.
- Caminar por veredas soleadas y jugar a hacer sombras.
- No irnos a dormir sin haber dicho "te quiero" (o "te amo", como más les guste) a alguien.
- Hacer sonreír por lo menos a una persona por día.
- Escribir al menos una página por día, y quedarnos contentos con lo que escribimos.
- Remontar un barrilete.
- Patinar (o, al menos, aprender a hacerlo).
- Volver a algún lugar que signifique mucho para nosotros y revivir ese recuerdo, si es en compañía, mejor.
- Ver por lo menos una peli que nos haga reír a carcajadas y por lo menos una que nos haga llorar a moco tendido.
- Leer un libro que nos cambie la vida.
- Descubrir algo que no sabíamos acerca de nosotros mismos.
- Aprender algo que pensábamos que nunca aprenderíamos.
- Cocinar para alguien que amamos.
- Jugar a algo que jugábamos cuando éramos chicos
- Que no nos falte el chocolate
- Dejar de intentar conformarnos con lo que no nos conforma.
- Hacer las paces con alguien (puede ser con uno mismo).
- Reencontrarnos con algún familiar o amigo que extrañamos y a quien no vemos hace mucho.
- No pasar un solo día sin música.
- No pasar un solo día sin leer.
- Abrazar y/o besar al menos a una persona por día.
- Enamorarnos (sí, por supuesto que vale enamorarse otra vez de la misma persona de quien ya se enamoraron antes).
- Agradecer.
- Recordar con amor y sin dolor a los que ya no están con nosotros.
- Oler jazmines.
- Bailar alocadamente y matarnos de la risa, aunque no sepamos bailar.
- Cantar en la ducha.
- Sentirnos orgullosos de nuestros logros.
- Decirle a alguien que admiramos cuánto lo/la admiramos.
- Hacer un regalo especial.
- Recibir un regalo especial.
- Comer ñoquis con amigos todas las lunas llenas.
- Compartir juntos otro año tan maravilloso como este que se terminó.
¿Alguien quiere agregar más deseos a la lista? ¡Salud!
sábado, 7 de agosto de 2010
Frente al espejo
Hoy me estuve mirando en mi espejo. Es implacable. No porque no me halague, al mejor estilo del de la reina de Blancanieves, sino porque, además de los halagos, me señala otras cosas. En eso también se parece al Espejo Mágico (que, después de todo, no era tan obsecuente, pues se atrevió a admitir que su dueña ya no era la más bella). Así sucede con la magia: no siempre nos muestra lo que queremos ver.
¿Y que vi? ¿Cómo me vi frente a ese espejo que, por momentos, se empaña y me obliga a parpadear un poco? (¿o son mis ojos los que se empañan, y por eso parpadeo? ¿O somos ambos?).
Vi que me tendría que cortar el flequillo. Es cierto. Pero hay otros detalles:
Vi una arruga en la comisura de los labios que estoy empeñada en que se profundice por mucho reír, y ya no por mucho llorar.
Vi unos ojos hinchados de preguntas, inundados de recuerdos, empañados de un presente que aprendo a atesorar segundo a segundo, aunque a veces me cueste detener ciertos huracanes de "ojalá todo fuese distinto".
Vi unas ojeras de cansancio que así da gusto tener (mi abuela diría "el calavera no chilla").
Vi mis hombros erguidos, la frente en alto, la mirada en un horizonte que yo misma dibujo y cuya distancia a veces parece remotísima y otras disminuye segundo a segundo hasta acercarme a lo que sueño (bueno, qué quieren, soy ciclotímica).
Vi miedos: a que no me quieran, a decir algo que lastime a alguien, a no estar "haciendo lo correcto". A veces los mando de una patada a la reputísima madre que los parió (o sea, yo misma), y otras veces los cargo a upa como hijos míos que son, con lo cual de mi postura erguida queda poco y nada. Mi espejo me dice que encorvada con tanto peso no estoy linda, que afloje, que los suelte.
Vi que mi cuerpo, antes borroneado de pura indiferencia (propia y ajena), va recuperando sus contornos, deja de ser casi un fantasma y ahora se planta firme con todos sus kilos (esos nuevos que aparecieron hace poco, también), sus poros, sus pelos, sus perfumes, sus sabores. Se planta, digo, y el espejo se regocija ante él.
Entonces me empiezo a desnudar.
Me saco todo lo que ya está viejo, lo que me queda mal, lo que me tira de sisa, lo que no me favorece: me saco la corrección política, me saco la cursilería, me saco la desconfianza, me saco la necesidad de aprobación, me saco la culpa, me saco la vergüenza... Y así, en bolas frente a mi espejo, que se empaña cada vez más (¿será de puro cachondo, digo yo?), saludo a esa mujer de casi cuarenta que está ahí, desnuda y a la vez vestida con todo lo que la hace ser María Inés (y no la hija de, la hermana de, la empleada de, la ex mujer de, la mamá de...).
Entonces le pregunto: "Espejito, espejito... ¿cómo estoy?"
Y él me contesta, embelesado: "La pilcha es lo de menos... lo que vale es la percha".
¿Y que vi? ¿Cómo me vi frente a ese espejo que, por momentos, se empaña y me obliga a parpadear un poco? (¿o son mis ojos los que se empañan, y por eso parpadeo? ¿O somos ambos?).
Vi que me tendría que cortar el flequillo. Es cierto. Pero hay otros detalles:
Vi una arruga en la comisura de los labios que estoy empeñada en que se profundice por mucho reír, y ya no por mucho llorar.
Vi unos ojos hinchados de preguntas, inundados de recuerdos, empañados de un presente que aprendo a atesorar segundo a segundo, aunque a veces me cueste detener ciertos huracanes de "ojalá todo fuese distinto".
Vi unas ojeras de cansancio que así da gusto tener (mi abuela diría "el calavera no chilla").
Vi mis hombros erguidos, la frente en alto, la mirada en un horizonte que yo misma dibujo y cuya distancia a veces parece remotísima y otras disminuye segundo a segundo hasta acercarme a lo que sueño (bueno, qué quieren, soy ciclotímica).
Vi miedos: a que no me quieran, a decir algo que lastime a alguien, a no estar "haciendo lo correcto". A veces los mando de una patada a la reputísima madre que los parió (o sea, yo misma), y otras veces los cargo a upa como hijos míos que son, con lo cual de mi postura erguida queda poco y nada. Mi espejo me dice que encorvada con tanto peso no estoy linda, que afloje, que los suelte.
Vi que mi cuerpo, antes borroneado de pura indiferencia (propia y ajena), va recuperando sus contornos, deja de ser casi un fantasma y ahora se planta firme con todos sus kilos (esos nuevos que aparecieron hace poco, también), sus poros, sus pelos, sus perfumes, sus sabores. Se planta, digo, y el espejo se regocija ante él.
Entonces me empiezo a desnudar.
Me saco todo lo que ya está viejo, lo que me queda mal, lo que me tira de sisa, lo que no me favorece: me saco la corrección política, me saco la cursilería, me saco la desconfianza, me saco la necesidad de aprobación, me saco la culpa, me saco la vergüenza... Y así, en bolas frente a mi espejo, que se empaña cada vez más (¿será de puro cachondo, digo yo?), saludo a esa mujer de casi cuarenta que está ahí, desnuda y a la vez vestida con todo lo que la hace ser María Inés (y no la hija de, la hermana de, la empleada de, la ex mujer de, la mamá de...).
Entonces le pregunto: "Espejito, espejito... ¿cómo estoy?"
Y él me contesta, embelesado: "La pilcha es lo de menos... lo que vale es la percha".
Suscribirse a:
Entradas (Atom)