"Mis deseos son órdenes para mí." (Oscar Wilde)

domingo, 1 de mayo de 2011

Estás conmigo

No es la primera vez que me sucede: puedo estar pensando en cualquier otra cosa, o en nada, y de pronto te aparecés en mi mente en forma de algún recuerdo, o de alguna situación de mi presente sin vos. Como una interferencia en la tele, como un anuncio por cadena nacional en la radio. Ahí estás. Interrumpo mi programación para sentirte.
Enseguida viene el temblor. Leve, no es algo espasmódico. Es más bien como un estremecimiento. Un chucho de frío, dirías vos. Y las lágrimas empiezan a picar. ¿Por qué lloro, si me alegra que me visites?
Me descubro con la vista fija en un punto en el que objetivamente no hay nada para mirar. Me gusta pensar que de algún modo sé que estás ahí, en la silla de al lado en este bar, o junto a la ventana en mi oficina, o parada en la puerta de mi dormitorio.
Me esfuerzo por ver algo, una mínima coloración en el aire, una levísima opacidad. Pero no hay caso. Quizá sea mejor así.
Me basta con sentir la textura de las arrugas de tus manos sobre las mías, el calor de tu abrazo de saquito y pañoleta, tu voz susurrándome “pichona” al oído.
Qué suerte que estás acá, abuela, qué suerte que no me dejaste sola. Qué suerte. Gracias.

Un día sin Dios

Este es un cuento escrito durante las Pascuas. La consigna fue "Un día sin Dios"

Hoy desperté transpirada, con jaqueca y atea.
Busqué en mi mesita de luz la Biblia y traté de leer algunos versículos. Me reí como si me hubiesen contado un chiste, de esos que no volví a escuchar desde que decidí internarme en el convento.
Me arrodillé para mis plegarias matutinas y me sentí ridícula, hablando sola y sin entender ni una palabra. Padre nuestro… ¿Nuestro? ¿De quiénes? ¿Padre? Yo soy huérfana, me dije.
El hábito colgaba en una silla. Quise ponérmelo y no supe cómo. Me enredé en él y casi me caigo. Eso también me dio risa.
En ese momento sonaron las campanas que llamaban a la misa. Sabía que debía vestirme y reunirme con las hermanas. ¿Qué hermanas?, pensé. Esas no son mis hermanas. Y me acordé de Clara y de Paulina, tan lejos, tan fuera del mundo en el que hasta ahora yo vivía.
Un mundo que se había esfumado durante la noche y me había dejado completamente desnuda. Pura piel y vísceras, pura vista, oído, olfato, gusto, tacto. Puro instinto.
No me había quedado ni siquiera el pudor. Ni siquiera el miedo.
Algo andaba mal. Me sentía demasiado bien.
De modo que esto es ser atea, me dije. Así se siente no creer en Dios.
¿Qué había pasado mientras dormía? ¿Qué castigo divino, qué extraño aprendizaje me había despojado de todo lo que moldeaba mi personalidad y me había convertido en otra cosa? Ni siquiera me atrevía a afirmar que aún era una persona.
Otras monjas sufrieron crisis de fe antes que yo. Imploraron perdón, se flagelaron. Todas juntas rezamos para ayudarlas a reencontrarse con Dios, y cantamos con alborozo cuando ellas volvieron al camino del Señor.
Pero ahora, de solo imaginar a las hermanas rezando por mí me daba vergüenza ajena.
–Se acabó. No hay Dios –dije en voz alta. Y salí de mi celda, desnuda. Recorrí el pasillo sin mirar a nadie, mientras a mi alrededor las hermanas, como una bandada de cuervos, se apartaban santiguándose.
Salí al patio. El sol apenas asomaba, y ya hacía calor.
Caminé por el sendero de pedregullo y por un rato no pensé en nada. La sensación fue extraña: estaba demasiado acostumbrada a pensar. En mis pecados, principalmente. En los misterios del Rosario. En fin, en todo lo que una buena monja debe pensar. Hasta pensaba en maneras de ahuyentar a los pensamientos impuros. O sea, pensaba hasta en no pensar.
Ahora, en cambio, mi mente era un páramo. Y por el momento, no tenía ni el menor deseo de llenarla con nada.
Seguí caminando. Crucé los muros del convento y salí al campo.
Me sorprendía no sentir angustia ni miedo. Solo una profunda curiosidad. Era como ser parte de un experimento científico: a ver qué le pasa a la monja más piadosa si una mañana se despierta sin Dios.
Me acosté sobre la hierba. Era tan alta que me cubrió por completo. Dejé que el sol entibiara mi piel. Ya había olvidado que tenía lunares simétricos a ambos lados del ombligo, y una cicatriz en el muslo izquierdo. Volví a acordarme de mi pelo, lo alboroté con mis dedos. Era suave.
¿No creer en Dios era este puro sentir?
¿No creer en Dios era estar desnuda en medio del campo?
¿No creer en Dios era reírme a carcajadas de mis propias preguntas?
Me aburrí de no pensar, y entonces pensé. Hice una lista de todo aquello en lo que había dejado de creer durante la noche: en las plegarias, en los versículos, en la seguridad que me brindaba mi hábito, en las otras monjas, en el pecado, en el miedo.
Me quedé dormida.
Desperté transpirada, con jaqueca y con Dios a flor de piel.
Miré al cielo y acepté su bienvenida.
Caminé liviana hacia su abrazo.

lunes, 24 de enero de 2011

La mancha de humedad

–Habría que pintar el cielorraso –comentó él, apenas se apartó de ella para recostarse en su lado de la cama.
–Yo también te quiero –respondió ella, irónica, clavando sus ojos en la mancha de humedad, que esa noche tenía forma de murciélago.
–¿Y ahora qué dije?
–Nada. Justamente.
–No me vas a decir que a esta altura del partido todavía querés que te diga que estuvo genial.
–Para nada. No hace falta que mientas; no se puede pretender genialidad en diez minutos –dijo ella, y se puso de costado, dándole la espalda.
Hacía tiempo que se había acostumbrado a dormir en el borde de la cama, para poner la mayor distancia posible entre los dos. El centro del colchón siempre estaba frío, y por la mañana las sábanas ni siquiera estaban arrugadas.
Miró las agujas luminosas del despertador. El segundero apenas había dado un par de vueltas cuando escuchó los primeros ronquidos. Entonces, volvió a ponerse boca arriba y sonrió al ver la mancha de humedad.
Ya no tenía forma de murciélago. Era una gaviota. Y después fue la cara de alguien que creía recordar sólo por sus caricias. Y los contornos desdibujados de la adolescente que había sido. Y los brazos abiertos de su abuela. Y las páginas de un libro, llamándola.
Ni loca la taparía con pintura. Era la única manera que tenía de escapar de la realidad de esa cama, que ya era un barco naufragando en la tormenta.
Los días pasaron en puntas de pie, y sin que ella se diera cuenta llegó el año nuevo. Hacía casi dos meses que él no la tocaba. Y mientras tanto, la mancha de humedad había invadido la mitad del cielorraso. Él seguía insistiendo en que había que pintar. Ella le decía que, si quería hacerlo, que le pagara con su sueldo a un pintor, o que lo hiciera él mismo. Y entonces se terminaba la discusión, porque él ganaba la mitad que ella y no estaba dispuesto a gastarse su sueldo en eso. Y menos que menos, a pintar.
Así que todas las noches ella se dejaba seducir, dibujar, acunar, no por las manos de él, sino por los contornos de color café con leche que trazaban mapas en el techo. Hasta que una vez, por fin, se quedó sola. Con toda la cama para ella. Todavía no se atrevía a ocuparla entera; seguía acurrucada en el borde. Apenas deslizaba una pierna, de vez en cuando. Él se había mudado esa mañana, y lo único que ella lamentaba eran las marcas que habían dejado en las paredes los muebles que él se había llevado.
Miró la mancha de humedad y dijo: “Al fin solas”. Vio su propia cara, sonriente y llena de historias por contar. Le guiñó un ojo y, antes de dormirse, buscó un cuaderno en su mesita de luz y empezó a escribir el cuento que las formas del cielorraso le dictaron, cambiando una y otra vez y llenando la habitación de pájaros, aventuras y promesas.

miércoles, 19 de enero de 2011

Lista de deseos

A ver si con el nuevo año, el blog se llena un poco más. Está medio desinflado últimamente. Lo cual no significa que no esté escribiendo, eh, pero nada de lo que escribí es materia de blog, sino de novela (¡epaaaaaa!).
El 2011, como todo año que empieza, también es un cuaderno en blanco, y como recordarán quienes vienen leyéndome, los cuadernos nuevos son una de mis pasiones. Así que, entonces, vamos a ponerle pasión a este cuaderno (digo, a este año) nuevo.
Aquí va una lista que escribí a fin de año. Es lo que deseo que todos hagamos, tengamos y vivamos en el 2011.

- Caminar por veredas soleadas y jugar a hacer sombras.
- No irnos a dormir sin haber dicho "te quiero" (o "te amo", como más les guste) a alguien.
- Hacer sonreír por lo menos a una persona por día.
- Escribir al menos una página por día, y quedarnos contentos con lo que escribimos.
- Remontar un barrilete.
- Patinar (o, al menos, aprender a hacerlo).
- Volver a algún lugar que signifique mucho para nosotros y revivir ese recuerdo, si es en compañía, mejor.
- Ver por lo menos una peli que nos haga reír a carcajadas y por lo menos una que nos haga llorar a moco tendido.
- Leer un libro que nos cambie la vida.
- Descubrir algo que no sabíamos acerca de nosotros mismos.
- Aprender algo que pensábamos que nunca aprenderíamos.
- Cocinar para alguien que amamos.
- Jugar a algo que jugábamos cuando éramos chicos
- Que no nos falte el chocolate
- Dejar de intentar conformarnos con lo que no nos conforma.
- Hacer las paces con alguien (puede ser con uno mismo).
- Reencontrarnos con algún familiar o amigo que extrañamos y a quien no vemos hace mucho.
- No pasar un solo día sin música.
- No pasar un solo día sin leer.
- Abrazar y/o besar al menos a una persona por día.
- Enamorarnos (sí, por supuesto que vale enamorarse otra vez de la misma persona de quien ya se enamoraron antes).
- Agradecer.
- Recordar con amor y sin dolor a los que ya no están con nosotros.
- Oler jazmines.
- Bailar alocadamente y matarnos de la risa, aunque no sepamos bailar.
- Cantar en la ducha.
- Sentirnos orgullosos de nuestros logros.
- Decirle a alguien que admiramos cuánto lo/la admiramos.
- Hacer un regalo especial.
- Recibir un regalo especial.
- Comer ñoquis con amigos todas las lunas llenas.
- Compartir juntos otro año tan maravilloso como este que se terminó.

¿Alguien quiere agregar más deseos a la lista? ¡Salud!