"Mis deseos son órdenes para mí." (Oscar Wilde)

sábado, 7 de agosto de 2010

Frente al espejo

Hoy me estuve mirando en mi espejo. Es implacable. No porque no me halague, al mejor estilo del de la reina de Blancanieves, sino porque, además de los halagos, me señala otras cosas. En eso también se parece al Espejo Mágico (que, después de todo, no era tan obsecuente, pues se atrevió a admitir que su dueña ya no era la más bella). Así sucede con la magia: no siempre nos muestra lo que queremos ver.
¿Y que vi? ¿Cómo me vi frente a ese espejo que, por momentos, se empaña y me obliga a parpadear un poco? (¿o son mis ojos los que se empañan, y por eso parpadeo? ¿O somos ambos?).
Vi que me tendría que cortar el flequillo. Es cierto. Pero hay otros detalles:
Vi una arruga en la comisura de los labios que estoy empeñada en que se profundice por mucho reír, y ya no por mucho llorar.
Vi unos ojos hinchados de preguntas, inundados de recuerdos, empañados de un presente que aprendo a atesorar segundo a segundo, aunque a veces me cueste detener ciertos huracanes de "ojalá todo fuese distinto".
Vi unas ojeras de cansancio que así da gusto tener (mi abuela diría "el calavera no chilla").
Vi mis hombros erguidos, la frente en alto, la mirada en un horizonte que yo misma dibujo y cuya distancia a veces parece remotísima y otras disminuye segundo a segundo hasta acercarme a lo que sueño (bueno, qué quieren, soy ciclotímica).
Vi miedos: a que no me quieran, a decir algo que lastime a alguien, a no estar "haciendo lo correcto". A veces los mando de una patada a la reputísima madre que los parió (o sea, yo misma), y otras veces los cargo a upa como hijos míos que son, con lo cual de mi postura erguida queda poco y nada. Mi espejo me dice que encorvada con tanto peso no estoy linda, que afloje, que los suelte.
Vi que mi cuerpo, antes borroneado de pura indiferencia (propia y ajena), va recuperando sus contornos, deja de ser casi un fantasma y ahora se planta firme con todos sus kilos (esos nuevos que aparecieron hace poco, también), sus poros, sus pelos, sus perfumes, sus sabores. Se planta, digo, y el espejo se regocija ante él.
Entonces me empiezo a desnudar.
Me saco todo lo que ya está viejo, lo que me queda mal, lo que me tira de sisa, lo que no me favorece: me saco la corrección política, me saco la cursilería, me saco la desconfianza, me saco la necesidad de aprobación, me saco la culpa, me saco la vergüenza... Y así, en bolas frente a mi espejo, que se empaña cada vez más (¿será de puro cachondo, digo yo?), saludo a esa mujer de casi cuarenta que está ahí, desnuda y a la vez vestida con todo lo que la hace ser María Inés (y no la hija de, la hermana de, la empleada de, la ex mujer de, la mamá de...).
Entonces le pregunto: "Espejito, espejito... ¿cómo estoy?"
Y él me contesta, embelesado: "La pilcha es lo de menos... lo que vale es la percha".

domingo, 4 de julio de 2010

Regalos

El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra: a que todos hicieron alguna vez un regalo sin ganas, sin pensar en la persona que lo recibiría. ¿Verdad que sí? Yo también, pero me da una culpa terrible. Siento que, si no pienso en algo especial para el homenajeado, lo estoy traicionando. Y, en cierto modo, es así.
A ver, hagamos una lista de típicos regalos "despersonalizados": pañuelos, medias, agendas, jabones, toallas, repasadores de cocina, calendarios, monederos, corbatas, cinturones... La lista podría continuar, pero ya me aburre de sólo leerla.
Eso para no hablar del "reciclaje de regalos", otra práctica que me da muchísima culpa y que consiste (como también todos habrán hecho alguna vez) en regalar algo que a su vez nos regalaron y que no nos gusta o no nos sirve para nada (dicho sea de paso, alguna vez tendré que escribir ese cuento que me ronda desde hace tiempo, acerca de un regalo que circula de pariente en pariente por varias generaciones, sin que nadie admita jamás que es "reciclado").
Yo tengo una especie de Ley Personal del Regalo: trato de elegir siempre algo que la otra persona no "necesite". Por ejemplo, cuando se acerca el cumpleaños de mi viejo y mi mamá me insinúa "a tu papá le hacen falta unas zapatillas", voy corriendo a averiguar cuánto sale una brújula, o un libro de física, o cualquier cosa menos las necesarias zapatillas. Yo regalo cosas "para jugar", cosas que brinden el placer, aunque sea momentáneo, de escapar de "lo que hace falta".
Se me dio por pensar en los regalos que más me gusta recibir (y que conste que no estoy mangueando, eh, mi cumple ya pasó hace rato). No sólo libros, eso está fuera de discusión. Un libro es una apuesta segura en mi caso. Pero además, amo los regalos inesperados, los que a mí no se me hubiese ocurrido comprar. Me provocan el placer inmenso de comprobar que quien me hizo ese regalo descubrió en mí algo que a veces ni siquiera yo misma conocía, y que me hace merecedora de ese objeto especial.
A ver, voy a hacer una lista de algunos regalos maravillosos que me han sorprendido y emocionado, por distintas razones:
- Un sacapuntas con forma de carroza de Cenicienta
- Una minilámpara de lectura, plegable, que se engancha en el libro
- Un pisapapeles de cristal con una flor de resina azul adentro
- Un reloj traído de Alemania casi de contrabando
- Un caleidoscopio que, en vez de vidriecitos de colores, tiene una lente para que las imágenes se formen según lo que estamos enfocando
- Un platito de cerámica con forma de tetera, para apoyar los saquitos de té al sacarlos de la taza (ven, este es un claro ejemplo de algo totalmente inútil... ¡pero tan lindo!)
- Un lápiz portaminas caríiisimo, de metal, un lujo
- Un perfume de rosas, con un pimpollo de verdad flotando dentro
- Un colgante con un dije de Tweety
- Una figurita de un guapo de tango apoyado en un farol... tallada íntegramente en un fósforo
- Una caja de acuarelas
- Un alhajero de madera tallada
- Una olla y una sartén (no se rían, no saben todo lo que significan ESA olla y ESA sartén)
- Un libro que ya tenía... pero que no me importó tener repetido.
Regalos inesperados. Regalos para descubrirme y para descubrir algo nuevo en las personas que me los dieron.
Ahí está la gracia del acto de regalar.
Descubrámonos. Sorprendámonos. Entreguémonos, envueltos para regalo.

sábado, 8 de mayo de 2010

Del arte ¿perdido? de escribir cartas (y conservarlas)

Además del querido diario, antes yo escribía muchas cartas (sí, pueden decirme que tengo gustos anticuados). Cuando era chica tenía amigas por correspondencia, que había contactado a través del Billiken. Las elegía de localidades lo más lejanas posibles; no me interesaba conocerlas personalmente, la gracia estaba en ser amigas "de papel".
El ritual de escribir esas cartas era un momento que atesoraba. Nos contábamos cosas del colegio, intercambiábamos papeles con dibujitos y stickers. A las amigas "preferidas" les escribía con más detalle, en hojas más lindas, con mi mejor letra. Y adoraba ir todos los días a revisar el buzón de casa, siempre a la misma hora, para ver si había cartas nuevas.
¿Qué conservé y qué perdí al pasar del correo de papel al e-mail?
Reviso mis casillas con la misma ansiedad con que antes abría el buzón. Me tomo mi tiempo para responder (no me gustan los mails "telegráficos"); sigo escribiendo largo, como si conversara (¡y sin abreviaturas!); agrego emoticones, como antes agregaba dibujitos y corazones.
Lo que extraño es lo que involucra los sentidos: la textura de un sobre; la caligrafía que reconozco y me alegra reencontrar (o la que no reconozco y me intriga); el color del papel, de la tinta; las estampillas, para despegarlas del sobre y coleccionarlas.
Me falta toda esa sensualidad. Y tanto la extraño, que suelo imprimir algunos mails muy especiales, para poder tocarlos al leerlos. Aunque no haya una caligrafía que reconocer.
Una carta puede ser un talismán, que uno tiene a mano para recordar mejor al otro, para sentir que, acariciando ese sobre, acariciamos la mano que lo escribió.
Así que a veces está bueno imprimir un mail y llevarlo en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Está bueno que nuestros dedos se tropiecen de vez en cuando con ese papel que, con el tiempo, empieza a deshilacharse, a desteñirse. Releer palabras que a lo mejor ya nos sabemos de memoria, pero ¿qué importa? Inventarle a esa hoja algún poder: cierta capacidad de hacernos compañía, de reemplazar o completar una presencia, un recuerdo. De darnos suerte. De entibiarnos.
¿A quién llevarían ustedes?

sábado, 3 de abril de 2010

Haciéndome cargo de mis sustantivos y adjetivos

Ayer estaba corrigiendo un capítulo de mi novela y a Corina, la protagonista, se le ocurrió algo que no estaba en el primer borrador: "hacerse cargo de sus sustantivos y adjetivos". O sea, hacerse cargo de quién y cómo es ella en verdad, no de quién y cómo cree que es, o cómo creen los demás que es de acuerdo con los indicios que ella les da.
Y estoy empezando a pensar que Corina es "de en serio" una parte de mí, y que me anticipa (o me hace descubrir) cosas que me pasan o pasarán.
Porque esta mañana, entre amigos, jugamos a definirnos mutuamente. Hicimos circular tarjetas con nuestros nombres, y todos escribimos una palabra acerca de cada uno en su respectiva tarjeta.
Cuando leí lo que escribieron de mí, me desconcerté. Ninguno de los calificativos era negativo, al contrario. Pero eran todos tan neutros. Tan contenidos. Tan planos, sin relieve.
Lo primero que pensé fue "no me conocen". Pero, segundos después (ando rápida de reflejos, por suerte, me llevó poco tiempo darme cuenta), me dije "no me conocen porque yo no dejo que me conozcan". Y todo porque no me hago cargo de mis sustantivos y adjetivos.
Miren, sin ir más lejos (acá, a la izquierda), mi perfil. Neutro. Cualquiera es madre, hija, hermana, etc. Casi a todo el mundo le gusta el chocolate. Hay miles de diseñadores, editores, escritores. Ni hablemos de lectores.
¿Cómo me van a conocer los demás, si yo no dejo que me conozcan?
Entonces, lo primero que voy a hacer es hacerme cargo de las palabras con que me definieron. Porque me ven pulcra, exacta, ordenada, minuciosa, prolija, suave, relajada, sensible, editora, sonrisa, simpática, diseñadora, serena, inocente, porque sólo eso es lo que dejo ver. Mi cáscara. Mi caparazón.
Lo segundo que voy a hacer es mi propia lista de sustantivos y adjetivos. Me voy a tomar tiempo para hacerla. Los voy a pensar, rumiar, amasar, modelar, afilar, dibujar. Y cuando los tenga bien pero bien elegidos, cuando esté bien pero bien convencida de que esa sí soy yo entera y no sólo la cáscara, los voy a enarbolar cual pancarta en manifestación. Para que todos los vean. Para que todos me vean.
Y quién sabe qué puede pasar. Pero seguro que será algo bueno.

domingo, 28 de marzo de 2010

Cosas raras

Últimamente tengo ganas de ver cosas raras. Me explico mejor: me gustaría tener los sentidos más despiertos para poder detectar esos misterios cotidianos, que a veces pasan a nuestro lado y que ni siquiera percibimos (o sí, pero no les damos importancia). Un aroma, una luz especial, un color que nunca vimos, una persona que nos recuerda a otra que nunca conocimos pero sentimos que sí. Pero también algún hecho inusual, un acontecimiento que me haga dudar de mi razón y que instale la fantasía como algo concreto en la realidad cotidiana.
Por ejemplo, algo que me sucedió hace unos tres meses: una tarde, en la esquina de Acoyte y Rivadavia, en plena hora pico, un hombre pasó caminando para atrás, sin siquiera girar su cabeza para no atropellar a nadie, como si pudiera atravesarnos a todos. A toda velocidad, y con una sonrisa de oreja a oreja, caminaba a grandes zancadas. Tendría unos cuarenta y pico, el pelo más bien largo y un aire de juglar medieval (no, no me pregunten, no sabría explicarles cómo es el "aire de juglar medieval"). Casi me lleva por delante; finalmente se estrelló contra una mujer, su hija y su mochila. ¿Creen que eso lo detuvo? Para nada. Cruzó Acoyte caminando hacia atrás, con la gente apartándose a su paso. Me quedé mirándolo hasta que lo perdí de vista. Y me arrepentí de no haberle preguntado quién era, qué hacía y por qué.
Pero ahora me parece que es mejor no haberlo hecho. Ese hombre, ese juglar medieval, se va convirtiendo poco a poco en un personaje. Le agrego detalles, me concentro en describir su aspecto, en retratar las caras de las personas que lo miraban atónitas, en lo que yo sentí al verlo. Y entonces, ocurre el milagro: surge la semilla de un cuento.
No sé cuándo lo escribiré, tal vez esta experiencia se quede hibernando durante años en mi cabeza y en algún cuaderno. Tal vez mañana me despierte y escriba la historia de un tirón. Pero ahí está, esperándome.
¿Se entiende por qué quiero que me pasen más cosas raras? Quiero más historias como esa. El mundo está lleno de cuentos que esperan ser escritos. No quiero perdérmelos.

sábado, 20 de marzo de 2010

Querido diario

Pedí que me regalaran mi primer diario íntimo a los 10 años. Era azul, de falso cuero, con una foto muy cursi de una pareja de enamorados vestida de blanco, y las palabras ¨Mi Diario¨ grabadas en dorado, por si hubiera alguna duda. Y tenía cerradura y llave. Eso era fundamental. Porque, ¿acaso la finalidad de un diario no era escribir algo que NADIE tenía que saber?
Me desengañé muy pronto, al darme cuenta de que la cerradura y la llave eran pura pinta, y al saber que mi hermano y mi prima ya habían logrado leerlo a mis espaldas.
Por un tiempo, el pudor que esto me produjo me alejó del ritual del diario íntimo. Hasta que empecé el secundario. Entonces, un amor imposible (pa' variar) me hizo reincidir. Esta vez elegí uno con candado, pero escondí mejor la llave. Era muy rosa y (otra vez) muy cursi, y lo escribí como si fuesen cartas dirigidas, precisamente, a mi amor imposible. No era muy original mi idea: había leído el Diario de Ana Frank, que le escribía a una amiga imaginaria llamada Kitty, y me pareció buena idea imitarla.
Abandoné ese diario al mismo tiempo que cambié de amor imposible. Pasé al ritual de la agenda: TODAS las chicas teníamos una. La gracia era llenarlas con dibujos, stickers, frases que creíamos muy profundas (como por ejemplo "La amistad es como el aire, sin ella no se puede vivir") y relatos abreviados de las fiestas a las que íbamos y de qué habíamos hecho en la hora libre de Matemática.
Terminé el secundario... y seguí con la rutina de la agenda. Ya sin dibujitos, pero con una obsesión de cronista de mi propia vida. Me parecía importante anotar todo lo que había vivido cada día, para que, pasado el tiempo, pudiera recordar con precisión cada momento. Y me torturaba cuando pasaban días sin que escribiera nada. Temía haber perdido el registro de algo importante de mi vida... aunque sólo hubiese podido anotar "fui al cumpleaños de Fulanita").
En mi vida adulta, ya abandonada la obsesión de cronista, empecé varias veces diarios que nunca pude seguir. Por aquello de la lujuria de los cuadernos nuevos (¿se acuerdan?), los empezaba con gran entusiasmo... y luego, al comprobar que no tenía nada que valiera la pena contar, los dejaba a medio escribir (eso se volvía una buena excusa para comprar otro cuaderno... ¡qué promiscua!).
Quizás el error estaba en que había llegado a creer que lo que se cuenta en un diario tiene que ser "importante", "trascendente", "revelador" (eso me pasó por leer diarios de escritores, que hacen literatura hasta con el relato de lo que tomaron en el desayuno).
Ahora tengo un blog, que viene a ser una especie de diario. Y no tengo nada "importante", ni "trascendente", ni "revelador" que contar.
Pero, ¿no se suponía que en un diario se escribe lo que no queremos que nadie más sepa?
Yo escribo un blog para que todos sepan.
¿Que sepan qué?
Que me emociona demasiado la lluvia.
Que decidí hacer las paces con la poesía.
Que los cuadernos nuevos me apasionan.
Que escribir es lo que más quiero hacer en la vida.
Y todo esto en apenas una semana de existencia del blog.
Miren cuánto que expuse de mí. Miren cuánto saben de mí ahora.
Che, ¿no será exhibicionismo esto?
Y bueno. Después de todo, la realidad es que uno escribe para que lo lean (aunque escondamos ingenuamente mal la llave del candado).
Querido diario (digo, querido blog): hoy fui feliz. Nada importante. Sólo eso. Pero no le cuentes a nadie.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Qué recuerdo/pienso/siento cuando llueve

Una tarde, cuando tenía cinco o seis años, chapoteando con mi hermano en el patio de casa porque queríamos estrenar nuestras botitas de lluvia nuevas.

Un mediodía, en el colegio, horas antes de mi fiesta de quince, con mis compañeros preguntándome si podían venir en canoa a mi fiesta (la tarde después mutó a un sol esplendoroso, y la noche fue perfecta).

Unas vacaciones en La Cumbrecita, donde en verano llueve todos los días a las seis de la tarde, con una puntualidad asombrosa.

Mi hija abriendo la boca para atrapar gotitas de lluvia.

La primera vez que anduve a propósito sin paraguas (hace tan poquito que no puedo creer cómo no lo hice antes).

Les Luthiers cantando "Lluvia, lluvia, ven, ven, veeen a míiiii, te necesitooooo... desde que te fuiste estoy sedientooooo...".

Las luces de los coches reflejándose en el asfalto mojado.

Una siesta, en muy buena compañía, con la lluvia ametrallándonos desde el techo, y nada de ganas de dormir.

Gene Kelly, bailando en el falso cordón de una falsa vereda, bajo una falsa lluvia... pero qué lindo verlo bailar, como si flotara...

Una tarde que convirtió la palabra "llueve" en una contraseña hacia la magia.

Irme a dormir escuchando la lluvia... lo mejor. Y a eso voy.
Buenas noches. Buenas lluvias.

lunes, 15 de marzo de 2010

Primer poema para chicos

Semilla

Un deseo de ser árbol
hace tiempo está guardado
en una cajita tibia
como un pan recién horneado.

El deseo crece adentro,
como un bebé en panza llena,
hasta que el viento lo llama
y lo recibe la tierra.

Se zambulle muy contento:
le crecen brazos y piernas,
un tallo largo y delgado
y brotes con alma tierna.

Un deseo de ser árbol
de a poco se despereza:
reguemos pronto la tierra,
porque esto recién empieza.

domingo, 14 de marzo de 2010

Tratando de amigarme con la poesía

La poesía y yo no nos llevamos muy bien. Bah, cuando era chica escribí unos poemas espantosos que me desengañaron tempranamente de ser poeta. La rima era un escollo insalvable. Ni hablar de la métrica.
Ya más grande, probé con el verso libre. No me liberó ni un poquito. Y encima, los poemas que escribí los regalé al lector equivocado.
Pero resulta que este año siento que tengo inmunidad poética. O no sé cómo llamarlo. Quizás simplemente "¿Y por qué no?"
En pleno ataque de valentía, no le temo ni siquiera a la rima (bueno, un poquito sí, pero no tanto).
Veremos qué pasa. Es un experimento. Puede fallar. O no. Capaz que no. Ojalá que no.
Estaría bueno.

sábado, 13 de marzo de 2010

La lujuria del cuaderno nuevo

Me compré un cuaderno nuevo hace poco más de una semana. Divino, hecho a mano, forrado con papel marmolado naranja y rojo. Otro cuaderno más, y van... muchos. Todos me esperan, vacíos, limpitos, impecables. Esperan que escriba, claro.
Me tienen demasiada paciencia. A algunos de ellos hace años que los tengo vacíos, limpitos, impecables. Pobres.
Las excusas para no escribir no las escribo nunca. Las mastico, me vuelvo una rumiante de mis propias excusas, me indigesto con ellas. Y me caen pésimo.
Me parece que es hora de buscar un remedio: voy a inventar otras excusas... pero para escribir.
Para que los cuadernos engorden, se ensucien, se deformen de tantas palabras que les voy a escribir encima.
Podrían pensar que, ahora que tengo un blog, los cuadernos van a quedar abandonados porque voy a querer escribir TODO aquí. Error.
Nada mejor que un cuaderno en la cartera.
Además... debo confesarlo: entre los cuadernos y yo hay mucho más que papel y renglones (a veces, ni renglones hay). Hay lujuria. Oh, sí, lujuria total. Lo admito, soy viciosa. Los acaricio, los abro, los cierro, los huelo. Pura pasión, eso es lo que hay entre mis cuadernos y yo. Aunque estén vacíos.
Porque los vacíos, tarde o temprano, se llenan.
Díganmelo a mí.
¿Y un blog vacío, se llenará? Tarde o temprano, también.
De excusas. Pero no de las que me impiden escribir, sino de las otras, las que me invitan a hacerlo.
Excusas de escritora, qué tanto.
Sí, ya va siendo hora de que me cuelgue el cartelito de una vez. Escritora. Y punto (aparte, no final).