"Mis deseos son órdenes para mí." (Oscar Wilde)

lunes, 24 de enero de 2011

La mancha de humedad

–Habría que pintar el cielorraso –comentó él, apenas se apartó de ella para recostarse en su lado de la cama.
–Yo también te quiero –respondió ella, irónica, clavando sus ojos en la mancha de humedad, que esa noche tenía forma de murciélago.
–¿Y ahora qué dije?
–Nada. Justamente.
–No me vas a decir que a esta altura del partido todavía querés que te diga que estuvo genial.
–Para nada. No hace falta que mientas; no se puede pretender genialidad en diez minutos –dijo ella, y se puso de costado, dándole la espalda.
Hacía tiempo que se había acostumbrado a dormir en el borde de la cama, para poner la mayor distancia posible entre los dos. El centro del colchón siempre estaba frío, y por la mañana las sábanas ni siquiera estaban arrugadas.
Miró las agujas luminosas del despertador. El segundero apenas había dado un par de vueltas cuando escuchó los primeros ronquidos. Entonces, volvió a ponerse boca arriba y sonrió al ver la mancha de humedad.
Ya no tenía forma de murciélago. Era una gaviota. Y después fue la cara de alguien que creía recordar sólo por sus caricias. Y los contornos desdibujados de la adolescente que había sido. Y los brazos abiertos de su abuela. Y las páginas de un libro, llamándola.
Ni loca la taparía con pintura. Era la única manera que tenía de escapar de la realidad de esa cama, que ya era un barco naufragando en la tormenta.
Los días pasaron en puntas de pie, y sin que ella se diera cuenta llegó el año nuevo. Hacía casi dos meses que él no la tocaba. Y mientras tanto, la mancha de humedad había invadido la mitad del cielorraso. Él seguía insistiendo en que había que pintar. Ella le decía que, si quería hacerlo, que le pagara con su sueldo a un pintor, o que lo hiciera él mismo. Y entonces se terminaba la discusión, porque él ganaba la mitad que ella y no estaba dispuesto a gastarse su sueldo en eso. Y menos que menos, a pintar.
Así que todas las noches ella se dejaba seducir, dibujar, acunar, no por las manos de él, sino por los contornos de color café con leche que trazaban mapas en el techo. Hasta que una vez, por fin, se quedó sola. Con toda la cama para ella. Todavía no se atrevía a ocuparla entera; seguía acurrucada en el borde. Apenas deslizaba una pierna, de vez en cuando. Él se había mudado esa mañana, y lo único que ella lamentaba eran las marcas que habían dejado en las paredes los muebles que él se había llevado.
Miró la mancha de humedad y dijo: “Al fin solas”. Vio su propia cara, sonriente y llena de historias por contar. Le guiñó un ojo y, antes de dormirse, buscó un cuaderno en su mesita de luz y empezó a escribir el cuento que las formas del cielorraso le dictaron, cambiando una y otra vez y llenando la habitación de pájaros, aventuras y promesas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario